Sus miradas se cruzaron en la
oscuridad, sus manos se rozaron sin tocarse, sus cuerpos se empaparon
de sudor ajeno, sus bocas se unieron bajo las sábanas y, en medio de
todo, una lágrima colmada de pena se deslizó hasta el suelo,
empapando la alfombra india.
Salió después de la medianoche
con una gran mochila a su espalda. Caminó entre las calles
bulliciosas y laberínticas de Nueva Delhi con la seguridad de quien
lleva toda su vida vagando por ellas, esquivando cada recodo
peligroso y sorteando la escasa vigilancia policial. Pasadas las una
llegó al río, abrió la mochila, sacó con cuidado el cuerpecito
sin vida de una niña pequeña, de unos cinco años, y lo arrojó.
Su rostro se mantuvo imperturbable mientras miraba cómo el cadáver
se hundía bajo las aguas turbias del Yamuna, uniendo el alma de la
chica a las otras miles que poblaban el río; ningún atisbo de
tristeza o repulsión asomó a su expresión. Estaba demasiado
acostumbrado a hacer eso.
El hombre recogió la mochila con
lentitud, los ojos negros fijos en la expresión de dolor de la
chica, en sus pupilas sin vida, en su famélico cuerpo recortado por
el sari amarillo y a sus labios asomó un atisbo de sonrisa. Cuando
la nariz respingona se sumergió por fin, la figura alta y esbelta se
encaminó rivera arriba, hacia los edificios de las afueras, esos que
intentaban arañar el cielo con sus altas torres y sus delgadas
antenas. Dos horas más tarde subía los escalones marmóreos de uno
de ellos, pegaba a la puerta 311 y conversaba con un hombre blanco,
canoso y con olor a whisky que le entregó doscientas rupias. Minutos
más tarde bajaba junto a una muchacha menuda, de unos doce años,
tez morena, cabeza hundida y ojos llorosos, negros como la noche.
-Cuando lleguemos te vas a enterar.-
masculló la voz grave y convincente.- No debías haber dicho eso,
desagradecida.-la chica hundió más la cabeza. - Hubiera sido muy
buen negocio si hubieras cerrado esa bocaza que tienes. Menos mal que
según él no has estado mal.- le dirigió una mirada cargada de
repugnancia y reproche que fue a chocar contra los ojos oscuros.
-Debías haber dicho que eras virgen, aunque fuera mentira. Una
mentira bien vale un buen nego...
Siguió hablando, pero ella ya no
lo escuchaba. En vez de las palabras de aquel hombre repugnante y
pútrido guiaba sus ojos hacia la bella muchacha india que conversaba
apacible con otra señora, ésta blanca y más vieja, ambas
engalanadas con joyas de oro, abrigos de piel y vestidos de seda. Sus
pupilas relucieron de admiración y sus oídos se dirigieron sin
querer hacia la conversación que mantenían, pero era
incomprensible. También vio un montón de papeles metidos todos
entre dos trozos de cartón adornado muy bonito. Un libro. La bella
muchacha india lo abrió, mostrando dentro un mundo de extraños
dibujos, la chica siguió hablando y, de pronto, bajó la mirada
hacia los dibujos y comenzó a recitar palabras que ahora sí
entendió la niña.
-Renunciar a la libertad es
renunciar a ser hombre.- dijo ella. Luego miró a la señora, que
asintió sonriente con la cabeza.
De pronto, un tirón del brazo la
despertó de su ensoñación.
-A qué extremos vamos a llegar-
refunfuñó el hombre.- que las mujeres pueden ya incluso leer, con
lo estúpidas e inútiles que son.¡ Ya mismo querrán trabajar! Y
todo por culpa de los occidentales esos. Desde que los ingleses
vinieron, no han hecho más que desbaratarnos... ¡Vamos, no escuches
esas tonterías!- y, de otro tirón, la sacó del recibidor del
hotel.
Y, paso a paso,tirón a tirón, las
dos sombras se fueron alejando de ese mundo que no era el suyo hacia
uno mucho más sucio y pobre, pero mucho más real.
Cuando llegaron a la casa, la niña
tenía el brazo desencajado de tantos tirones y el moflete coloreado
de tortazos, respuesta ante su admiración por las luces de la noche
que el hombre, de nombre Abdulah, consideraba estupideces de niña
tonta que se debían eliminar.
En la casa de paredes mohosas y
resquebrajadas, suelo pringoso y escaleras temblorosas habitaban
catorce niñas, todas ellas indias y huérfanas o abandonadas hacía
mucho. Las niñas dormían todas en cuatro camas antiguas, de
estructura chirriante y sábanas apolilladas aunque la mayoría de
las noches las mayores de once años no soñaban con cuentos de
princesas allí, ni en ninguna otra parte. Abdulah, el jefe de todo
aquello, era para las autoridades un buen director de un hospicio al
cual le daban cien rupias al mes por cada niña que vistiera,
alimentara y procurara una cama y un techo. Aunque todos sabían que
no era así.
El sol comenzaba a florecer entre
las montañas cuando la pequeña reposó su larga melena negra en el
colchón y apagó sus ojos noche una vez más junto a otras tres
niñas para intentar soñar con cuentos de hadas, aunque no lo
consiguiera. Su mente giraba en torno a lo que había visto esa
noche. Se durmió pensando en una única palabra, aquella de
significado desconocido pero que sonaba tan, tan bonita. Libertad.
Cuando la niña abrió los ojos (2010)
"Renunciar a la libertad es renunciar a ser hombre." Rousseau.