Uno tras otro, rayos de luz que no
ve, puñaladas traperas, espejismos que impactan en su retina,
flechas, balas, machetes hipnóticos que le impiden apartar la mirada
del espejo, que le bloquean, le amarran al suelo mientras su mente y
su alma pugnan desesperadas por salir antes de que sea demasiado
tarde. Por su cabeza sólo desfila una palabra, en letras grandes y
rojas: Huir. Sus pies se mueven violentos, pegan pequeñas patadas al
aire pero las pupilas siguen fijas en el espejo, cada vez más
inmersas, más inmersas, más inmersas...
Todo es perfecto. Una sonrisa
bobalicona se apodera de su rostro mientras contempla anonadado la
imagen del espejo. Ve sus ojos marrones, pero con un brillo que
antes no existía. Su piel, tersa y suave, sus rasgos parecen
dibujados a lápiz: finos, esbeltos y delicados. Observa su pelo,
corto, marrón y abundante y sus dientes blancos, rectos, casi
perlas.
No, no se lo cree, sabe que no puede
ser, pero quiere creérselo. Al fin y al cabo, ¿qué le iba a
devolver el espejo sino la imagen de sí mismo? Los espejos no
embellecen, ni afean, sólo reflejan.
Acerca la mano lentamente, con miedo
de romperlo, y roza con sus dedos el rostro delicado y varonil.
De súbito, la piel se tersa un poco
más para plegarse en arrugas cual trapo usado, los ojos caen
tristes, el espeso cabello desaparece, igual que los pétalos de las
rosas, los dientes se amarillean, se tuercen, se doblan...
Esto no es él, no quiere serlo, no
puede serlo. No es calvo, ni gordo, ni feo. Sus manos no están
cuarteadas, ni sus pies doblados. No le duele la espalda, su jersey
no huele a tabaco, a vino tinto y pescado refrito ni sus pantalones
a orina. No recuerda los paseos en bicicleta hacia su casa, ni su
primer beso. No recuerda la guerra, ni el cadáver de su hermano a
sus pies, ni los días de llantos y miedos. Tampoco se acuerda de las
historias que le contaba a sus hijos y que éstos no dejan que se las
cuente a sus nietos. No se acuerda de cuando ya no le dejaban ayudar,
ni de las tardes intentando adivinar qué ponía en los libros hasta
darse cuenta de que no era capaz de ver las letras. No se acuerda de
cuándo fue la primera vez que se sintió inútil, la primera vez que
le hicieron inútil. No se acuerda de que es viejo.