Ahí están, uno junto al otro. Se miran y se buscan para reconocerse y sentirse.
La habitación es oscura, pero no les importa. Los libros, los papeles y los trastos antiguos se amontonan unos sobre otros como eternos depositarios de polvo y por la ventana entreabierta disminuye progresiva la luz crepuscular. Ellos se miran.
Despacio, él posa una mano sobre el cuerpo de ella en una singular caricia y comienza a deslizarla en un recorrido por cada una de sus curvas.
La guitarra empieza a cantar, tenue. Él expresa, ella lo convierte en música.
Tras la ventana el mundo ruge, grita y se rebela para someterse después, sumiso, a los designios de unos pocos. Personas luchan. Ganan y pierden. Nacen y mueren. Ríen. Lloran. Corren. ¡Saltan!
La tierra gira vertiginosa e imparable, intentando escapar de sí misma en un juego de niños.
Mientras, ellos armonizan la vida, vuelven melodías de paz las palabras de odio, hacen acordes de buenos y malos y vibran las cuerdas en una escala de risas completas e infantiles. El artista toca, crea y siente. Habla de él, del mundo, del universo y del infinito; de lo concreto y abstracto; cuenta historias de dragones y princesas, de detectives y asesinos y de tardes tranquilas en la playa.
De pronto, en cadencia perfecta, el Fa pasa a Si menor, el Re bemol a Sol mayor y ahí, en una levedad sostenida, se extingue el sonido, se acaba la magia. El artista inspira, mira su guitarra, mira la habitación y mira hacia fuera. Ha calmado al mundo y a sí, ha enamorado al tiempo, que se paró a charlar con él y ha acunado a la vida. Ha unido lenguas, razas y experiencias, ha compartido su alma, se ha superado para llegar más allá y, sobre todo, se ha sentido vivo, creador y creado. La música le guiaba, le seducía, ella a él y él a ella, le susurraba.
Vuelve a mirar la guitarra. Buenas noches, música,la acaricia con su voz mientras la guarda.
Al cerrar la ventana de la habitación, un breve olor le rasca la nariz. Magia, risa, paz, esperanza, felicidad. Música.