Tiene la mirada perdida en el líquido marrón del vaso. Los dedos masajean suaves el último cigarro de su pitillera. Sus pies ya no se balancean sobre las losas grises del salón. Alrededor de su cabeza vuelan pájaros, intentando volver a su hogar a través de las grandes y caídas orejas de viejo, pero no lo consiguen. De pronto, nota cómo la mesa empieza a vibrar. Coge el móvil. “Llamada entrante”, pone. Intenta darle al botón verde, pero sus dedos son demasiado gordos para ello y se cae al suelo con un estrepitoso golpe. “Joder”, murmura. Quien sea volverá a llamar si está interesado, quiere pensar. Pasea los ojos, tristes, cadentes, por la habitación tratando de encontrar algún libro fuera de lugar, una hoja de papel mal colocada, pero nada. Absolutamente todo en su sitio, y eso le aburre. Los ochenta años a sus espaldas, los martillazos de la vida y su propio excentricismo le hicieron una persona triste pero con los ojos cargados de recuerdos, sí, recuerdos, esos que ahora olvida.
Despacio, comienza a llevarse el vaso de ron a los labios y da un pequeño trago, buscando saborearlo. “Oh, magnífico”, piensa. “Se parece a ese que probé.. sí.. hace veinte años… ¿dónde era? ¿En Santander? ¿En Cádiz? Dios mío… No puede ser.. Otra vez no, ¡joder!” Y le da una patada a la mesa, desordenando el orden. Te lo quitan todo, Pablo, te lo quitan todo. Te quitaron a tu amante, amada libertad por tantos, tantos años y ahora que vuelves a tenerla, por fin, no puedes ni acordarte de cómo la conseguiste. No puedes susurrarle al oído cómo descubriste que estaba tan dentro de ti, no puedes contarle en las noches de verano, bajo las estrellas, lo que luchaste por ella, tantas horas, tantos días, tantos años. Te lo quitan, y no puedes hacer nada para evitarlo, no puedes luchar contra nadie más que contra ti mismo. Joder, amigo, joder.
En el suelo, el móvil comienza a vibrar. Llaman otra vez. Ahora sí, consigue apretar el botón verde y se lo acerca a la oreja. “¡Abuelo!” grita una voz infantil, y comienza a reír fuerte, muy fuerte, como si pretendiera inundar todos los océanos con su risa. Y ríe, y ríe, y ríe hasta que el viejo, sentado en su silla de ruedas, pronuncia un leve “¡Hola María!” y comienza a reír también.