Los edificios de la ciudad se elevaban hasta donde alcanzaba la vista, perdiéndose entre las nubes blancas. Abrumado por lo pequeño que era, decidió mirar al suelo pero tampoco le gustó la acera repleta de chicles secos, basura y demás objetos que nadie quería ya así que, como no había nada interesante que ver, el niño cerró los ojos mientras caminaba. Así sería más divertido.
Una vez los tuvo bien cerrados, apretando fuerte para que ni un rayo de luz impactara en su retina, siguió su camino guiado sólo por el sonido, escuchando los coches que pitaban, los "eh tú, cabrón, mira por dónde vas" de algún peatón indignado, los pasos lentos de la señora que llevaba el carrito de la compra delante suya y sus suspiros de cansancio, el rechinar de un columpio...
Oh, acababa de llegar al parque, a su destino. Sin embargo, decidió, hoy era un día para hacer camino al andar así que, con sus ocho años, siguió caminando guiado sólo por el sonido del mundo, por las risas de la gente, el bullicio de la gran ciudad, que iba desapareciendo a medida que se alejaba de ella y, cerca de la media noche, oyó la respiración de la Tierra, su corazón, y sus palabras en boca del viento.
Esa noche, él aprendió el nombre del viento.