Ella era la chica que no vivía. No es que estuviera muerta; hablaba con las personas, salía, reía... Tenía una vida completamente normal. Pero no vivía. Nunca lo había hecho. Tampoco quiero decir que estuviera deprimida, que fuera una chica gris, ni nada de eso, no. Era, simplemente, que no vivía, que sobrevivía, como la mayoría. Sólo que ella se daba cuenta.
La chica que no vivía solía sonreír a los músicos callejeros y éstos le ladeaban la cabeza complacientes. También le gustaba leer, pero hacía mucho que no lo hacía y ahora la exasperaba la lentitud con que digería unos libros que antes devoraba; lloraba de emoción con las películas y con los momentos románticos de las series de Ciencia Ficción, quizá porque sabía de su escasez, pero no vivía. La chica que no vivía era una coleccionista de experiencias. Intentaba hacer mil cosas distintas, huir de la rutina aunque, al final, siempre cayera en ella. Iba a pasear, a coleccionar caracoles, a abrazar farolas, a contar motas de polvo y a reírse de las palomas que dormían en la calva de un señor mayor de piedra, aunque sus actividades variaban con el tiempo y la estación, pero, al final, siempre caía en la monotonía, que la vaciaba como si de una olla que se vierte sobre el fregadero se tratase.
La chica que no vivía tenía una obsesión, pequeña e imaginable: vivir. Pero vivir de verdad, conseguir que su corazón palpitara por los sentimientos y no por mera inercia vital, aunque sabía que esto no era posible; nuestra protagonista era muy racional, quizás demasiado. Se esforzaba por disfrutar cada momento, por muy pequeño que fuera, por fijarse en todos los detalles para sentir que, realmente, estaba allí, y no dentro de sí misma, que era lo que solía pasar. Se esforzaba por sentir que pertenecía al mundo, que su cuerpo también era ella, y no que era un envase para mentes, porque era una persona, porque le gustaban las sonrisas de la gente, los bocadillos de queso, los calcetines de pelillo, los rotuladores de colores y las miradas felices, y justo enfrente suya tenía una, a menos de dos centímetros, tenía una mirada, feliz, contenta y viva, justamente como ella quería estar. Feliz, contenta y viva.
En ese momento, la chica que no vivía se esforzó, concentró toda su energía para que su corazón palpitara de alegría y de vida, para sentir que estaba allí, para sentir esa mirada feliz, para hacerla suya y guardarla para siempre, para sentir que estaba viva. Y lo consiguió, sólo por un instante, pero lo consiguió.
En un gesto fugaz, se rascó el costado. Seguramente le había picado un insecto, un mosquito quizás, pero sus manos notaron algo, como un papel pegado, que parecía cosido a ella. ¿Qué hacía un trozo de papel en su costado? Rectangular y pequeño, además. Se giró, pero no podía verlo. Se dio la vuelta y dejó ahí a los ojos felices, que ahora se volvían inquietos. Llegó al espejo, que le devolvió su imagen, con una etiqueta pegada a su costado: