Vuelvo a casa tras doce horas y media de viaje, con ese vacío que dejan las grandes experiencias demasiado cortas. Vuelvo andando por la Avenida, y todos se giran preguntándose qué hace una chica con una maleta a las doce de la noche. Las maletas siempre llaman mucho la atención, y creo que sé por qué, pero eso es otra historia.
La cuestión es que vuelvo, con la (casi) imposible esperanza de que estés ahí, sentado en el escalón de mi portal, pero llego y no estás. Nunca estás. Es (casi) imposible que estés. Siempre casi, porque la esperanza es lo último que se pierde, y no seré yo quien lo niegue.
Vuelvo a casa, y la puerta se abre con un chirrido quejumbroso que no augura ninguna bienvenida. Abro lentamente la puerta, sin estrés alguno, porque si no no se abre - es lo que tienen las puertas antiguas y las llaves infinitamente copiadas, que regalan tranquilidad-, y subo los tres pisos de escaleras yo sola, con mi maleta, como las niñas grandes que pueden con todo.
Me quedo parada enfrente de la puerta, quieta, como si esperara que alguien me fuera a abrir, porque pocas cosas hay más tristes que nadie te abra la puerta cuando llegas de un viaje largo, y la acabo abriendo yo. Abro la puerta, entro, y ese vacío antes anestesiado por mi (casi) esperanza se libera de ella, firma pactos con el cansancio y, juntos, tratan de hacer de mi corazón, también conocido como mente o como alma, un campo de batalla dialéctica en el que gana el No.
Llego y No estás para abrazarme, sonreírme y decirme que qué cara de cansada traigo. No estás para preguntarme qué tal, que te lo cuente todo, que qué tal me lo he pasado, que a quién he conocido, y entonces no puedo poner la excusa del "mañana te cuento" para dormir y asimilar la experiencia, los momentos, qué significó qué cosa, porque si una cosa es cierta, es que hay cosas que no se pueden contar porque, por mucho que se intente, siempre queda ese algo inexplicable, inabarcable en palabras. No estás para susurrarme al oído que no esté triste, que recuerde lo bueno, mientras lo niego porque, como todo aquel que viaje sabe, la vuelta es un ciclo, y la nostalgia es necesaria. No estás, ni tú ni nadie, y yo sola abro la puerta, yo sola me digo que no esté triste, yo sola me cuido, como las niñas grandes, sin poder explicarte cómo vuelan las mariposas.