No leemos libros porque somos impacientes, no leemos porque no tenemos tiempo; el mundo se mantiene ocupado a base de citas, trabajo, oficinas, ordenadores, móviles y tablets en vez de reír, llorar, sentir, morir un poco por cada tristeza, vivir más por cada alegría. Con un libro en nuestras manos, siendo poseídos por el poder de la palabra, la suya o la de otros, viviendo Cien años de soledad en compañía, en apenas un par de tardes, viajando a Sudamérica, la tierra prometida, dejando a las Putas Tristes relatar sus memorias, leyendo en el periódico más tétrico la Crónica de una muerte anunciada tal vez por teletienda, o quizá en un anuncio radiofónico, y escribiendo a ese Coronel solitario que no tenía quien le escribiera.
Podría escribirle los versos más tristes esta noche, y le gustaría, pero eso se lo dejo a Neruda. Yo soy más de alegrías o, al menos, de esperanzas. De viajar, de descubrir, con la paciencia que da un libro al impaciente, los mundos de más allá del charco, pasando las páginas una a una, deseando y temiendo el final, de risas, de sonrisas aunque las acompañe alguna que otra lágrima. De dar las gracias a los olvidados, a aquellos que no lo son tanto o, simplemente, a aquellos que devuelven al mundo un poco de lo que perdió.
Viajaré contigo una vez más, a la tierra prometida, al lugar de la alegría, o a donde sea, porque la palabra nos hace eternos.
"Era lo último que iba quedando de un pasado cuyo aniquilamiento no se consumaba, porque seguía aniquilándose indefinidamente, consumiéndose dentro de sí mismo, acabándose a cada minuto pero sin acabar de acabarse jamás"