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Cuentos para celebrar la primavera.

Llegó un momento en su vida en que todo fue invierno. Las flores fueron invierno, los colores fueron invierno, todas y cada una de sus ropas lo fueron. El hombre, o lo que quedaba de él, no era más que un amasijo de ropajes raídos, ojos ciegos de alcohol, cabeza de mugre y sonrisa al revés. Era lo que muchos dicen llamar vagabundo, pero él prefería llamarse John Doe, John para los amigos.
John pasaba sus tardes invernales bajo mantas pulgosas, sombreros acartonados, gotas de lluvia y cajas de cartón llenas de pesar. Desde que comenzó el invierno, cada día se iba congelando una parte de sí. Al principio, poco sintió que se le helaban las manos, quizá porque no tenía nadie a quien acariciar. Poco a poco los brazos, que no conseguía mover ni podían sostener la botella de vino barato, casi vacía entre las manos. Sus pies fueron cambiando de color cual cuadro de Van Gogh. Primero rosas, morados, verdes y negros y lo único que consiguió mantener caliente fue su corazón. Quizá fue el miedo, quizá la vana esperanza de los que van a morir, quizá una sonrisa mal dada por una niña de cinco años, pero lo cierto es que cada día su pecho ardía. O, tal vez, fuera su vieja costumbre de recordar los momentos bonitos de su vida, aquellos en los que aún no se había mudado a la calle, no le habían cambiado el pan por bricks de vino para calentarse el cuerpo, el aire no había sido sólo pútrido y gris y la primavera no era un invierno perenne. Posiblemente, y sólo posiblemente, le calentara el alma el recuerdo de la belleza de aquella mujer, la delicada curva en su cintura, la concentricidad de sus senos, la dulzura de sus labios, su débil voz pronunciando “te quieros”, su mirada cargada de vida. Fueron los recuerdos de aquel hombre ajado por el tiempo, vividor de un mundo que no era el suyo, roto en pedazos tras el primer rayo de luz los que hicieron que, cuando murió, extremidades negras, cuerpo raquítico, mantuviera una sonrisa en los labios y el corazón ardiente, con toda la vida que él no había sido capaz de vivir y en el instante de su muerte, una risa plena inundara las calles de Madrid.