A cada paso que daba, las sombras de los edificios cada vez eran más
largas. Conforme más me aproximaba a casa, más y más gente
aparecía, de pronto. Más y más cámaras de fotos, más y más
idiomas, más y más mapas, más y más retazos de conversaciones mal
oídas. Sin embargo, yo, decidida, continuaba mi camino a casa, aún
retumbando por los pliegues de mi cerebro algunas de las preguntas y
respuestas que salían, casi solas, del humo del café de casa de
Javi.
“¿Crees que, si mañana estallara una guerra, realmente la gente
se enfrentaría?”, me preguntaba. “¿Hasta qué punto somos
libres?”, le preguntaba. “¿Quién se quedará al final de esta
etapa?”, me decía. “Qué complejos los seres humanos, y sus
relaciones”, nos decíamos.
Al pasar la Plaza de la Romanilla, con paso firme al frente, de
repente, una gran, gran multitud. Apelotonada. Tambores como de
Semana Santa, ecos y voces teatrales. Y yo, olvidando mi decisión de
ir a casa a leer, o dibujar, o estudiar, o hacer cualquier cosa que
se hace un domingo por la tarde, me quedo allí. La curiosidad.
“Cosas que sólo pasan en Granada”, me digo.
Allí se alza una especie de Vía Crucis que sólo alcanzo a
ver a través de las pantallas de los móviles de las señoras que
graban la representación para enviárselas a sus hijos, a sus
nietas, a sus amigas, y a sus vecinos.
“Segunda estación: Jesús cargado con la cruz”, retumban los
altavoces.
Y, decidida a sumergirme en esa Jerusalén en que se ha vuelto
Granada, doy la vuelta por detrás de la catedral hasta llegar a la
“Tercera estación: Jesús cae bajo el peso de la cruz”.
Tras la representación, me escabullo entre un judío del siglo I
d.C. con una cámara Canon, un romano que no sabe latín y una
campesina que se hace un Snapchat y vuelvo a llegar a las Pasiegas,
dirigidos mis pies por una mezcla de nostalgia tradicional y
curiosidad religiosa. En la plaza, las sombras de los edificios se
han comido al sol, y se regodean en el regusto del calor de la piedra
y las melodías de acordeón callejeras y el murmullo de la gente
que pasea, que espera, que mira.
- Muy buenas, ¿sabe usted cuándo vuelve la procesión para acá? -
le pregunto a una señora.
- Pues aún le queda una buena hora, hora y media – me responde-.
Hasta las ocho y media, nueve menos cuarto, ná de ná. Yo ya vine el
año pasao y me quedé aquí un montón de rato de pie, por eso este
año me he traído la silla - y señala, orgullosa, su taburete de
telilla.
- Jolín, pues aún queda un montón. Yo creo que me voy a ir a mi
casa, que vivo aquí al lado, y luego vengo.
- ¡A ver si luego tienes sitio! - me dice, con una sonrisa.
- ¡Ojalá, gracias!
Y me voy, a leer, dibujar, estudiar o hacer cualquier cosa que se
hace un domingo por la tarde. Pero no. Mientras me acerco, la melodía
del acordeón se intensifica. Etvoilà.
La, Si, Do, Si, Do, Reeeee. Do, Siiii, Laaaa.
La valse d’Amélie, al pie
de la catedral.
Las sombras que se comen al sol a
cucharadas.
Tanta, tanta gente, tanta, tanta
ciudad.
Cuánta magia.
Sonrío, y me siento a escuchar. Poco después, saco mi libreta y mi
lápiz, intentando, de alguna manera, de cualquier manera, capturar
un trocito de magia entre dos rayas.
Los turistas pasan, hacen fotos, echan monedas, y se van. Pero yo me
quedo, y el músico me mira, cómplice. También se queda.
Sin embargo, no consigo escribir. No en esa libreta de A6 a rayas. No
con ese aire que comienza a entrar por los agujeros de mi jersey
rojo.
Lo que iba a ser una hora en casa,
haciendo cosas de domingo por la tarde, se vuelven cinco minutos.
Cojo otro jersey, el abrigo y la libreta y el boli
de escribir.
Y corro escaleras abajo, esperando que aún Granada me permita
escribir la música.
Cuando llego, respiro. Ahí sigue. Pero el público ha aumentado.
Termina la canción, y un pequeño público de mochileros aplaude.
La multitud de tres aúlla.
Y yo me siento, al pie de la estatua de la Catedral, dejando que el
acordeón, el xilófono y la pianola me inunden. Tratando de rescatar
un poco de esa Irving del siglo XXI que captura Granadas. O, quizá,
sólo tratando de ser. De sentirme viva, ser canal y no mente.
Apoyando el boli sobre el papel amarillento y queriendo que la música
fluya, una vez más. Esa música.
Y fluye. Y escribo. Algo así.
“Tenía los pies mojados y las manos llenas de barro. Saltaba en
los charcos, susurraba a las palomas, y gritaba a los cuatro vientos
que amaba la vida.
“Viento del norte, ¡amo la vida!” , decía.
“Viento del sur, ¡amo la vida!”, proclamaba.
“Viento del este, ¡amo la vida!”, se respondía.
“Viento del oeste, ¡amo la vida!”, gritaba.
Cada noche, subía a lo alto de la colina a ver cómo las
estrellas se rompían en pedacitos e inundaban cada casa, cada
farola, cada lámpara de la ciudad. Le gustaba ver el espectáculo
del cielo saludando a la Tierra.
Tenía la firme teoría de que las estrellas eran, en realidad,
sabios y sabias que alguna vez habían tenido un cuerpo, como el
suyo. Tortugas que vivían más de cien años, elefantes, e incluso
pequeñas hormigas, que sabían tanto, tanto del mundo, cuando
dejaron de ser cuerpo, se transformaron en estrellas. Algún día,
cuando abandonara su propio cuerpo, también sería una estrella
sabia.
Tenía siete años, los pies mojados, las manos embarradas y, a
veces, hablaba con las estrellas.”
Mientras escribo, decido que le voy a regalar mi cuento a ese chico
que hace música en la esquina de la Catedral con tres instrumentos
al mismo tiempo, que toca la banda sonora de mi escritura, que toca
tan mágico y que me hace a mí, paseante anónima, espectadora de mi
propia rutina, escapar y escribir en una tarde de domingo de marzo.
Que consigue que mi mano dibuje palabras de nuevo.
Que crea ese niño de siete años con los pies mojados que habla con
las estrellas.
Inesperado e inaudito.
“Ahora”, me digo, “arrancaré la página, cogeré una moneda y
le echaré las dos cosas mientras toca, y luego me iré.
Probablemente le saque una sonrisa”.
Así que, en diagonal en la hoja, anoto.
Llevo muchos años escribiendo al son de Amélie, pero nunca en un
lugar tan bonito y con una versión tan bella.
Gracias por hacer esta ciudad(aún más) mágica.
Torpe, arranco la hoja. De pronto, el chico deja de tocar, suelta el
acordeón en el suelo con mucho cuidado, y se levanta.
Oh, mierda.
Aún así, alguien se acerca a echarle una moneda.
Haré lo mismo.
Abro el monedero, pero no queda nada.
Oh, mierda.
Sin embargo, tengo un trozo de papel arrancado de mi libreta de
cuentos, con una historia y un mensaje. No, un mensaje no se puede
quedar sin enviar. Tengo que ser valiente. Es sólo un papel, no
puede darte vergüenza.
Me levanto, y me acerco.
- No tengo dinero, pero te regalo un cuento salido de tu música –
le digo, y sonrío.
Él me mira, incrédulo, sin saber muy bien qué decir. Mi cerebro
piensa que me tengo que dar la vuelta e ir, pero el suyo es más
rápido.
- Toma, yo te regalo esto – y se agacha, coge uno de sus “CD,
5€” y me lo da.
Sonrío y sonríe.
- Gracias – y me doy la vuelta.
A lo lejos, resuena el tambor del Vía Crucis, las señoras se
empujan para grabar a un Jesucristo moribundo, los japoneses hacen
fotos mientras piensan que qué secta será esta, y yo recuerdo mi
historia, y mi esbozo de sonrisa inventa mil y una maneras en que
podría haber ocurrido, mil y una continuaciones, mil y un finales
diferentes.
Allí, entre la multitud, recorro cada una de las palabras de esa
historia que nadie más en el mundo conoce. Que nadie más podrá ver
de la misma manera, con ese dibujo exacto de las letras, la tinta más
presente donde me concentré, más diluida donde la historia crecía
por sí misma, los sinsentidos, las sensaciones.
Un niño de siete años que habla con las estrellas.
El arte por el arte.
Conexiones anónimas.
Suena a magia.
Cuando todo acaba, ya es de noche.
Vuelvo a la esquina, y ya sólo hay una pareja que se abraza.
Continúo hacia mi casa, a hacer cosas de domingo por la noche como
escribir historias.
Y, de banda sonora, Amélie y un CD, 5€.
Qué sería la palabra sin música, me pregunto.
Qué seríamos cualquiera de nosotros sin cualquiera de ellas.