Nunca creímos que pudiéramos volar. Ni siquiera se nos pasó por la cabeza, jamás. Y, sin embargo, allí estábamos, pintándonos alas en los brazos y saltando al agua fría, aunque era agosto.
Teníamos mil formas de caer. En plancha, en bomba, de cabeza. Caíamos como los piratas, como los caballeros de cualquier tabla redonda o como las amazonas. Con fuerza, con valentía. Mientras caíamos, creíamos volar. Pero después el agua salpicaba y él se reía y a mí me inundaba.
Era entonces cuando intentaba desenterrar los tesoros submarinos escondidos tras sus pupilas, cuando me revolvía y me sonreía, cuando el tiempo se paraba a sorbitos y nos decía que el verano es eterno. Que el verano nunca cae. Y seguíamos saltando a cualquier vacío, como locos, sabiendo que sin alas no se puede volar.
Es verano. Seguimos sin creer que podamos volar. Pero seguimos pintándonos alas en los brazos.