A Irma le gusta soplar las velas de otros cumpleaños, subirse a las copas de los árboles y aullar como si fuera un lobo. Las tardes de viernes, se esconde entre los arbustos que rodean su casita de paja para que nadie la encuentre y sale, por la noche, gritando y riendo. Irma juega a apagar las luces cuando nadie se da cuenta, a beberse el agua de los gritos y a correr con sus muñequitos mecánicos. Irma es una niña traviesa y caprichosa.
A veces, los
días de verano, cuando atardece, piensa en cuánto le gustaría tener un amigo, pero en su mundo últimamente sólo salta ella. Un día, decidió hacerse amiga del sol. Le preguntó si quería jugar con ella y él se escondió con su manta de nubes blancas, pero ella no se dio por vencida. Le siguió preguntando, una y otra vez, hasta que se fue a dormir detrás las montañas. Al día siguiente, lo volvió a intentar, con idéntico resultado. Después de una semana, Irma se enfadó. “Pero qué maleducado”, pensaba ella, “que ni me responde”. Cuando era más pequeña, cuando tenía tres años y no tres años y medio, aprendió que cuando uno se enfada tiene que soplar, porque el enfado es como una nube muy fea que uno tiene frente a sí, y si se le sopla, se le va. Ese día, Irma sopló, sopló mucho. Sopló y sopló y sopló pero su enfado no se iba, y no entendía por qué. Se puso triste porque su enfado no se iba y se sentía sola, y lloró ríos enteros que coronaron su mundo chiquito y soleado. Sus muñequitos mecánicos se movían solos por el piso, cada vez más rápido, buscando refugio para el enfado de Irma, pero ella, abstraída, no se daba cuenta. Y, como todos los enfados, al final acabó volando e Irma dejó de llorar y de soplar. Con las mejillas coloradas y los ojos húmedos, bostezó, se recostó sobre la hierba mojada que crecía en las nuevas riveras y se durmió. “Mañana”, pensó, “jugaré con la luna”.