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Cuentos de Santa Clara #3: Tróvate, Clara


A la ciudad de las músicas










En el momento épico cinético, el tiempo se paró. Las mentes volaron inquietas hacia el punto común del éxtasis y se salvaron todas las distancias. Eran dos cuerpos incorpóreos siendo juntos. En ese momento, el repiqueteo de las gotas de lluvia sobre el tejado de chapa sonaba en La sostenido, y su respiración en Si bemol.
Era lo mismo sin serlo. A compás, se trasteaban mutuamente y se perdían la una en la otra. Ella se bebía su voz, le besaba los pies etéreos y las yemas duras de los dedos. La otra, buceaba en sus ojos color luna y ventisca, saltaba a sus infiernos y aquello era hacer poesía.
Trova acariciaba la guitarra y la guitarra era Clara. Cantaba y la canción era Clara. Era palabra, poesía, verso y acorde. La música saltaba de las cuerdas y se extendía por las venas como por calles derretidas, abrazaba las almas rotas. A veces, llegaba hasta los pies y los movía a ritmo de son o de rumba.
Rumba, rum, rum, ba tá.
Era entonces que Clara reía y Trova la miraba y se enamoraba. Ella se dejaba ser, se volvía cuerpo y bailaba y brincaba y contoneaba las caderas como disfrutándose. Se miraban con luz, riendo con sus ojos abstractos, y Trova cantaba a Clara, para Clara, sobre Clara. Amaba sus cielos, sus risas, sus infiernos y sus maldades. Amaba todos y cada uno de sus fracasos que la hacían diosa de la perdición, y su inocencia que la hacía vívida. 
Al final, Trova emergía de los ojos de Clara pero ella ya había desaparecido. Sólo quedaban las venas torcidas y rotas esparcidas por el suelo, y los ecos de algún acorde en séptima dominante que hablaba sobre algo parecido a la eternidad. Y Trova, deshilachada, sin terminar de comprender que no se puede amar la infinitud.