En
el momento épico cinético, el tiempo se paró. Las mentes volaron
inquietas hacia el punto común del éxtasis y se salvaron todas las
distancias. Eran dos cuerpos incorpóreos siendo juntos. En ese
momento, el repiqueteo de las gotas de lluvia sobre el tejado de
chapa sonaba en La sostenido, y su respiración en Si bemol.
Era lo
mismo sin serlo. A compás, se trasteaban mutuamente y se perdían la
una en la otra. Ella se bebía su voz, le besaba los pies etéreos y
las yemas duras de los dedos. La otra, buceaba en sus ojos color luna
y ventisca,
saltaba a sus infiernos y
aquello era hacer poesía.
Trova
acariciaba la guitarra y la guitarra era Clara. Cantaba y la canción
era Clara. Era palabra, poesía, verso y acorde. La música saltaba
de las cuerdas y se extendía por las venas como por calles
derretidas, abrazaba las almas rotas. A
veces, llegaba hasta los pies
y los movía a ritmo de son o de rumba.
Rumba,
rum, rum, ba tá.
Era
entonces que Clara reía y Trova la miraba y se enamoraba. Ella se
dejaba ser, se volvía cuerpo y bailaba y brincaba y contoneaba las
caderas como disfrutándose. Se
miraban con luz, riendo con sus ojos abstractos, y Trova cantaba a
Clara, para Clara, sobre Clara. Amaba sus cielos, sus risas, sus
infiernos y sus maldades. Amaba todos y cada uno de sus fracasos que
la hacían diosa de la perdición, y su inocencia que la hacía
vívida.
Al
final, Trova emergía de los ojos de Clara pero
ella ya
había desaparecido. Sólo
quedaban las venas torcidas y rotas esparcidas por el suelo, y los
ecos de algún acorde en séptima dominante que
hablaba sobre algo parecido a la eternidad. Y Trova, deshilachada,
sin terminar de comprender que no se puede amar la infinitud.